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Opinión: Educar personas poderosas o peligrosas

¿Cómo educar en profundidad a las personas para que aprendan a vivir bien y sean felices? ¿Qué herramientas debemos brindarles para que estén en condiciones de trabajar bien la vida para que valga la pena ser vivida? Propongo revalorizar y redescubrir, desde la educación, la importancia de las virtudes humanas, a las que entiendo como hábitos operativos buenos que posibilitan el conocimiento personal y la conquista de uno mismo como medio para ser felices.

Por: Luis Tesolat, Instituto de Educación para el Desarrollo Personal
Opinión: Educar personas poderosas o peligrosas

“Solo hay felicidad donde hay virtud y esfuerzo serio, pues la vida no es un juego”, decía el filósofo Aristóteles. Por ello, creo que todo educador debería reflexionar acerca de si está educando personas para vivir bien o simplemente para pasarla bien. Ser buena persona no es lo mismo que ser un buen tipo: lo primero es serio; lo segundo. un juego. Por cada educador mediocre que considera que da todo lo mismo –quizás porque enseña desde sus propios fracasos–, hay otros dos o tres que están dispuestos a entregarse con generosidad y amor a sus estudiantes.

Foto de perfil de Luis Tesolat

Luis Tesolat, fundador del Instituto de Educación para el Desarrollo Personal

 


Educar para vivir bien es educar profundo, de manera que las personas adquieran ciertos hábitos adecuados que les permitan hacer el bien y evitar el mal, hacer lo correcto corrigiendo constantemente y con esfuerzo aquello que aleja de la felicidad: somos seres perfectibles –no perfectos– que se alimentan de aprendizajes constantes, porque la vida no es un juego, es un trabajo. En la película Cartas desde Iwo Jima, dirigida por Clint Eastwood, que refleja la contienda bélica de la Segunda Guerra Mundial en las islas del Pacífico, hay una escena que me parece sublime y refleja este modelo de educación profunda al que hago mención: un soldado americano herido cae en manos de los japoneses y termina muriendo. El barón Nishi, patriota japonés, hombre de honor y de una moral intachable, que considera a los americanos como personas sin honor, sin moral y sin códigos, revisa entre las pertenencias del soldado muerto y encuentra en uno de los bolsillos una carta de su madre. Cuando la lee en voz alta, para su sorpresa, encuentra unas palabras que decían: “haz siempre lo correcto, hijo, porque es lo correcto”. Así, al igual que aquella madre, debe de ser una educación profunda.

Educar para pasarla bien es educar, dejando de lado todo esfuerzo, yendo a lo inmediato para zafar o quedar bien a costa de lo que sea, sin importar la moralidad porque da lo mismo todo. Decía Epicuro que “el hombre que no sea virtuoso no puede ser feliz”, y aún hay algunos que creen que educando de esta manera anticuada se puede encontrar la felicidad: nada más lejano a la felicidad que la comodidad. Esta educación políticamente correcta posee la moral del mercenario que se acomoda a lo que venga. ¿Educamos personas morales o inmorales?

En mi experiencia de trabajo con padres, directores, docentes y estudiantes he descubierto que los hijos y alumnos virtuosos son poderosos y los que no, son peligrosos. Y aquí quiero hacer algunas distinciones en relación con el rol de la familia y de cualquier institución educativa, ya que, a veces, algunos confunden lo que deben dar unos y otros con respecto a la educación de las virtudes humanas:

  1. La familia es una organización natural y el colegio una organización cultural, de modo que la primera es esencial y la segunda no.
  2. La familia acepta a las personas por lo que son, el colegio por lo que hacen (resultados).
  3. Los hijos deben aprender las virtudes de sus padres para ser reforzadas en el colegio.
  4. La familia es la escuela del ser, el colegio del hacer.
  5. No se puede exigir al colegio que les enseñe virtudes a sus alumnos, pero sí que les muestre cómo aplicarlas.
  6. Una educación profunda exige a padres y docentes virtuosos trabajando en equipo, ya que la única enseñanza que requiere del ejemplo personal previo es la virtud porque se muestra en lo que se demuestra.

¿Cómo educar en profundo a las personas para que aprendan a vivir bien y sean felices? ¿Qué herramientas debemos brindarles para que estén en condiciones de trabajar bien la vida para que valga la pena ser vivida? Propongo revalorizar y redescubrir, desde la educación, la importancia de las virtudes humanas, a las que entiendo como hábitos operativos buenos que posibilitan el conocimiento personal y la conquista de uno mismo como medio para ser felices.

Decía Platón que “la primera y mejor victoria es conquistarse a sí mismo”, por ello, si la educación ayuda a esto vale la pena, de lo contrario, solo es un juego, un pasatiempo, un perdetiempo que no vale la pena. Lo afirma magistralmente el mismo poeta Hesíodo cuando dice que “la educación ayuda a la persona a aprender a ser lo que es capaz de ser. ¿Estamos educando de verdad o estamos jugando a educar? ¿Pueden las virtudes ser la esencia de la nueva educación? Dijimos que la vida personal es un trabajo, pero ¿cómo se la trabaja? Logrando adquirir hábitos buenos, es decir, siendo virtuoso. Las virtudes nacen, crecen y se desarrollan en las personas a partir de las carencias, de los defectos, de todo aquello que necesitan ser y aún no son. Por eso, quienes las adquieren saben anticiparse y prepararse para los problemas presentes y futuros y quienes no, necesariamente están condenados a vivir de los demás, son dependientes y hasta esclavos de otros. El peligro que se presenta en algunos educadores –padres y docentes– es la tentación de pretender quitar los problemas, los obstáculos y los sufrimientos –que son parte de nuestra naturaleza y fuente de aprendizajes– de la vida de todos aquellos que les fueron confiados y así, de esta manera, los privan de la materia de su perfección, lo que derivará necesariamente en la pérdida del poder personal y la no adquisición de hábitos: una catástrofe educativa. Al respecto, decía Aristóteles: “Para poder ser virtuoso se necesita naturaleza, poder y hábito”. Valemos lo que valen nuestras virtudes, por eso el hombre tiene que saber lo que es para querer serlo: así tendremos hijos y alumnos mejor preparados para la vida personal y profesional.

Las virtudes hacen ilimitados a seres limitados, por eso es tan importante comenzar a educar en ellas desde los primeros años de vida, ya que poner límites a los hijos o alumnos es una manera de enseñarles a superar sus propias limitaciones personales. Por ejemplo, si alguien es desordenado y adquiere el hábito del orden con esfuerzo y constancia, no solo aprende a ordenarse, sino que, además, descubre sus capacidades personales para el orden, lo que hará que se motive para lograr otras virtudes que aún no posee, se supere a sí mismo. Quien se hace sincero aprende, no solo el valor de decir la verdad, sino que su vida se transforma en íntegra y auténtica. Un docente que exige buen trato y amabilidad a sus alumnos está reforzando, no solo el hábito del respeto, sino también los de la caridad y del amor al prójimo. Así, resulta que las virtudes son herramientas poderosas de transformación personal porque, no solamente engendran buenos hábitos, sino que, además, hacen que las personas logren adquirir otros a partir de los primeros: este círculo virtuoso genera motivación, deseos de superación y personas poderosas. De esta manera, tendrán mayores oportunidades en la vida real los hijos y los estudiantes virtuosos que aquellos otros que se limitan a hacer lo que no deberían ser.

La madurez humana está relacionada con la capacidad de adquirir hábitos buenos, y esto se nota en estabilidad de ánimo, en la capacidad de tomar decisiones ponderadas, en aprender a juzgarse a sí mismo, a las personas y a los acontecimientos con rectitud de intención, en adaptarse a la vida en medio de las incertidumbres. Incluso podríamos decir más: el virtuoso se ama y se aprecia, el vicioso no. En este sentido, el problema no es tener defectos, sino no tener las virtudes necesarias para poder superarlos. Los educadores no deben desanimarse en el intento de querer educar en profundidad, y menos en perder la confianza y el amor a quien se educa: como decía Kristi Nelson, “si las personas son imperfectas, amarlas es la respuesta perfecta”. Y para amarlas y no morir en el intento, recomiendo tres virtudes claves que todo educador –padres y docentes– debe adquirir y sostener: perseverancia, paciencia y optimismo.

Según David Isaacs, en su libro La educación de las virtudes humanas, y a modo de recomendación, todos aquellos que deseen educar a niños y adolescentes en las virtudes deben tener en cuenta, según las edades de estos, qué hábitos conviene más enseñar para que los comprendan y aprendan mejor:

  • De 0 a 7: obediencia, sinceridad, orden.
  • De 8 a 12: fortaleza, perseverancia, laboriosidad, paciencia, responsabilidad, justicia, generosidad.
  • De 13 a 15: pudor, sobriedad, sencillez, sociabilidad, amistad, respeto, patriotismo.
  • De 16 a 18: prudencia, flexibilidad, comprensión, lealtad, audacia, humildad, optimismo.

Ahora que las pantallas vienen cada vez con más pixeles de definición para lograr una imagen casi perfecta, pero la imagen personal de muchos adolescentes y jóvenes está cada vez más desdibujada, descolorida, considero que ha llegado la hora de volver a traer a las virtudes a la educación del presente. Con ellas lograrán ser poderosos aprendiendo a tener los pies en la tierra, pero no en el barro, la cabeza en el cielo, pero no en las nubes, y estarán preparados para vivir felices en medio de las incertidumbres diarias y los momentos de desconcierto que llegarán más temprano que tarde: quizás no todos logren ser campeones del mundo, pero sí serán los más felices del mundo.

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